Columna Olor A Dinero
Feliciano J. Espriella
“Cuando el machismo y el clasismo se visten de gramática”
Martes 11 de marzo de 2025
No es casualidad que algunos opinólogos y políticos de oposición insistan en decir “presidente Sheinbaum” mientras se refieren con desdén a “López” o “el peje”. Su elección de palabras no es un error inocente, sino una estrategia para minimizar y deslegitimar. Porque, al final, su verdadero problema no es el lenguaje, sino a quién representa.
Hay muchas formas de hacer el ridículo en público, pero pocas tan elegantes —o tan risibles— como la de aquellos que, en su afán de llevar la contraria, terminan delatando su propia ignorancia. En la fauna política y mediática mexicana, este fenómeno se ha vuelto particularmente evidente desde que Claudia Sheinbaum asumió la presidencia. De pronto, comentócratas de largo pedorraje y figuras políticas de muy menor categoría han decidido dar lecciones de lingüística con el único propósito de negarle el título de “presidenta”. Porque, claro, su profundo dominio del idioma así lo exige.
Periodistas como Denisse Dresser y personajes de la política como Lilly Téllez, Ricardo Anaya y un puñado de opositores más, han tomado como bandera la palabra “presidente”, insistiendo en que el término es inmutable y que su uso para referirse a Sheinbaum es el único correcto. ¿Su objetivo? Intentar deslegitimarla desde la gramática, ya que en el terreno político se han quedado sin argumentos efectivos. La ironía es deliciosa: en su afán de rebeldía, evidencian un desconocimiento elemental de la lengua que dicen defender.
Vamos a los hechos. La Real Academia Española (RAE), a quien estos eruditos de pacotilla suelen invocar como si de un tribunal supremo se tratara, ha dejado claro que “presidenta” es un uso absolutamente válido. Es más, la palabra está documentada desde el siglo XV y fue incorporada al diccionario académico desde 1803. No es, como insisten los desinformados, una concesión reciente al feminismo radical o a la “ideología de género”. Es, simple y llanamente, español bien hablado.
Pero este desdén por “presidenta” no es una cuestión de purismo lingüístico. Es una estrategia —torpe, por cierto— para reducir la investidura de Claudia Sheinbaum. Llamarla “la presidente” es una forma velada de desconocer su legitimidad, un intento patético de restarle autoridad a través del lenguaje. No sorprende que estos guardianes de la gramática sean los mismos que, en otras ocasiones, hacen trizas el idioma con argumentos sin sustento y frases grandilocuentes que no resisten un análisis serio.
Más que un debate sobre el español, lo que tenemos aquí es un caso de esnobismo disfrazado de erudición. Creen que al usar “presidente” en lugar de “presidenta” están marcando una postura de superioridad intelectual, cuando en realidad solo exhiben su prejuicio y su ignorancia. Es una variante sofisticada del clásico “yo no le llamo presidenta porque no me da la gana”. Un berrinche con aires de academia.
Al final, el uso de “presidenta” no es una cuestión de capricho, sino de evolución del lenguaje y de reconocimiento del papel de las mujeres en el poder. Negarse a decirlo no los hace más cultos ni más correctos; solo los deja en evidencia. La realidad es que Claudia Sheinbaum es la presidenta de México, y ningún giro lingüístico forzado podrá cambiar eso.
Ahora, si de manipulación lingüística hablamos, no podemos dejar de mencionar a los mismos que se empeñan en referirse al expresidente Andrés Manuel López Obrador como “Andrés López” o simplemente “el presidente López”. La intención es clara: borrar el apellido materno, minimizar su identidad y restarle presencia en el discurso público. Porque, en su mundo, un hombre con dos apellidos de origen popular no puede haber sido el líder más influyente de las últimas décadas.
Es curioso cómo en países hispanohablantes es completamente natural utilizar los dos apellidos para evitar confusiones, pero cuando se trata de López Obrador, sus detractores creen que mutilar su nombre es un acto de rebeldía y resistencia política. Un ardid infantil que solo evidencia su propia mezquindad.
Y luego está el uso del término “El Peje”. Lo que alguna vez fue un apodo entrañable, tomado de un pez característico de su tierra natal, se convirtió en un mote con el que sus adversarios intentaron despojarlo de formalidad. Un esfuerzo inútil, porque lejos de dañarlo, terminó por consolidarlo como una marca política inconfundible.
Así que ahí los tienen: los mismos que con gesto altivo y tono doctoral insisten en decir “la presidente Sheinbaum” para aparentar erudición son los mismos que dicen “Andrés López” o “el Peje” creyendo que con ello menosprecian al personaje. La doble moral de siempre, disfrazada de corrección lingüística.
Si algo ha demostrado la historia reciente es que ni los juegos de palabras ni los trucos de prestidigitación verbal cambian la realidad. Sheinbaum es la presidenta, y López Obrador será recordado con su nombre completo y sin distorsiones. Por mucho que les pese a algunos, los liderazgos no se borran con berrinches gramaticales.
Por hoy fue todo. Gracias por su tolerancia y hasta la próxima.
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