La votación termina con el mandato de Michel Barnier, el más breve de la V República, tras solo tres meses de gestión. Macron, que se dirigirá el jueves a los franceses, deberá nombrar ahora a un nuevo primer ministro
Tomado de El País
Daniel Verdú
Miércoles 4 de diciembre de 2024
Francia asistió a las 20.28 del miércoles al final de una opereta cuyo desenlace conocía todo el mundo el mismo día que comenzó, aunque en las últimas horas una extraña devoción por los milagros recorriese algunas bancadas de la Asamblea Nacional. La principal causa de muerte política de Michel Barnier, la anatomía de su caída, señala a una doble moción de censura de la ultraderecha y de la izquierda al completo, que no le concedió la más mínima posibilidad de sobrevivir al más completo, apunta directamente al 9 de junio de 2024, cuando el presidente de la República, Emmanuel Macron, decidió disolver la Asamblea y convocar unas elecciones cuyo resultado decidió ignorar nombrando un ejecutivo de centroderecha. “Ha llegado el momento de la verdad, el final de un gobierno efímero”, comenzó Le Pen, liquidando cualquier esperanza de supervivencia del primer ministro.
Barnier, 73 años, llegó como el jefe del Gobierno más viejo de la historia de la V República y se marcha, tres meses después, siendo también el más fugaz. El más irrelevante. El más breve. El legendario negociador del Brexit no ha tenido tiempo de construir otro legado que ese. Quizá porque su lugar, probablemente, no era Matignon, la sede del Gobierno francés. Su partido, Los Republicanos, obtuvo solo 46 diputados y ni siquiera formó parte del frente (formado por la izquierda y las fuerzas de centro) que se repartió las circunscripciones en las elecciones para frenar a la ultraderecha. Fue así porque ese universo no incomoda a Barnier ni a los suyos. Se ha notado en su fugaz mandato, en el que no ha podido dar más poder al Reagrupamiento Nacional, el partido de Le Pen. “Tenemos distintas maneras de ver el patriotismo”, lanzó el miércoles a la dirigente ultraderechista, tras estar ya seguro de su caída. “La deuda no desaparecerá con la moción”, advirtió.
Unas palabras que resuenan gravemente en Bruselas, atenta a la evolución de la economía de Francia. Pero también en el resto de una Europa que observa preocupada cómo París y Berlín, sus dos grandes motores, dan claras muestras de estar gripados.
Barnier se marchará ahora sin hacer ruido, como es su estilo. Pero el problema permanecerá tras él, y no solo el económico, porque Macron no podrá volver a disolver las Cámaras y convocar elecciones hasta junio, y las mayorías parlamentarias serán las mismas. Y si nada cambia, si Macron sigue siendo contrario a aceptar que la izquierda designe a un nuevo candidato, los 124 diputados del Reagrupamiento Nacional de Le Pen continuarán siendo suficientes para condicionar las grandes decisiones del Ejecutivo. El jefe del Estado intentará explicar la situación y se dirigirá este jueves por la noche a los franceses en un discurso televisado.
La moción deja más conclusiones. La primera es que Le Pen ha decidido liquidar de un plumazo ese proceso de normalización en el que se había embarcado. Por mucho que el RN se esfuerce en presentarse como un partido fiable para la gobernabilidad, en reproducir el camino realizado por formaciones como la de Giorgia Meloni en Italia, su naturaleza antipolítica, su instinto por la embestida, han terminado aflorando. “El presupuesto que rechazamos hoy no solo traiciona sus promesas. No contiene ni rumbo ni visión. Es un presupuesto tecnocrático que sigue deslizándose cuesta abajo, cuidándose mucho de tocar el tótem que es la inmigración fuera de control”, lanzó casi a gritos desde el estrado mientras defendía su moción.
La líder del RN ha tenido la oportunidad de presentar estos días a sus electores una deslumbrante victoria, obligando a Barnier a introducir en el presupuesto la mayoría de sus exigencias, muchas de difícil asunción. Hubiera logrado la redacción de una nueva ley de inmigración ―más dura todavía―, la reducción de beneficios sanitarios para los migrantes e, incluso, si hubiera insistido, la revalorización de las pensiones que exigía. Sin embargo, no ha querido en ningún momento negociar. “No eran concesiones, eran migajas”, protestó en el hemiciclo. En su cabeza estaba solo tumbar al primer para lastimar a Macron, su principal objetivo. Quizá por las prisas que imprimen la inminente sentencia de inhabilitación que podría sufrir, también ha querido que fuera cuanto antes. “Es responsabilidad de [Emmanuel Macron] determinar si puede ignorar la evidencia de una desconfianza popular masiva”, afirmó. “Si decide quedarse, se verá obligado a constatar que es el presidente de una República que ya no es del todo, por su culpa, la V”.
El presidente de la República, precisamente, o más bien la animadversión hacia él (el 52% de los franceses querría que dimitiese, según un destacado estudio denominado Fracturas francesas) es lo que ha unido a Le Pen con la izquierda. Y no solo a la antisistema Francia Insumisa, de Jean Luc Mélenchon (el 63% de los franceses lo considera un partido peligroso para la democracia, según el mismo estudio), sino a fuerzas mucho más moderadas como los Ecologistas o el Partido Socialista, que participó también de la caída del primer ministro y lo justificó así. “En ningún momento entablaron diálogo con la oposición de izquierda y los ecologistas”, lamentó el socialista Boris Vallaud. El diputado denunció que el debate parlamentario de las últimas semanas “no se ha limitado a las cuestiones presupuestarias, sino que ha cedido a las obsesiones más viles de la extrema derecha”, con quienes, según él, el primer ministro “se ha encerrado en un tête-à-tête humillante”.
No es extraño que un grupo de izquierda tumbe a un primer ministro de derecha. Lo inquietante es la falta de alternativas y la incertidumbre que genera el hecho de que no puedan convocarse elecciones hasta el próximo junio para salir del bloqueo que arrojaron los últimos comicios. Especialmente cuando el país se asoma a una crisis financiera y de deuda que necesitan de la intervención urgente de un ejecutivo. Vallaud, lógicamente, reclamó que tras la caída del gobierno de Barnier se nombre a “un primer ministro de izquierda que lleve a cabo la política de la nación en coherencia con la voluntad de cambio de los votantes que confiaron en nosotros y de una Asamblea que busca compromisos”. No está claro, sin embargo, que el artefacto electoral del Nuevo Frente Popular (NFP) sea capaz de volver a ponerse de acuerdo para presentar un nombre como el de Lucie Castets (fue la candidata propuesta este verano).
Francia ―y esa, quizá, es otra de las conclusiones de la moción― no está acostumbrada a la cultura de las coaliciones, de los compromisos ante situaciones de complicada gobernabilidad. Pero Macron, más preocupado de los fastos de inauguración de Notre Dame este fin de semana que de las cuestiones internas, deberá ahora buscar una solución. Gabriel Attal, presidente de su partido y ex primer ministro, defendió ayer la continuidad de Barnier. “La moción solo dejará perdedores. Es un error histórico”.
MICHEL BARNIER, EL PRIMER MINISTRO FRANCÉS MÁS EFÍMERO
El político sobreestimó su capacidad de llegar a acuerdos en una situación política endiablada donde la izquierda y la ultraderecha iban a darle caza de cualquier manera para castigar al presidente Macron
Tomado de El País
Daniel Verdú
Miércoles 4 de diciembre de 2024
La historia, acostumbrada a comenzar sus grandes relatos por el final, recordará ahora a Michel Barnier (La Tonche, 73 años) por ser el primer ministro de más edad de la V República francesa y también el más fugaz. Una metáfora triste y nítida de la nueva política, una cruel centrifugadora que no atiende a documentos de identidad ni hojas de servicio. Pero Barnier, que acaba de ser engullido por una moción de censura cuyo único propósito era lastimar al presidente, Emmanuel Macron, no es un político cualquiera.
El hombre que organizó en 1992 los Juegos Olímpicos de Invierno en Albertville, en su Saboya natal, era, sobre todo, la persona que había doblegado a la diplomacia británica: el gran negociador que, mediante calma y una gran dosis de flema, logró sacar de quicio a sus interlocutores al otro lado del canal de la Mancha y alcanzar un buen acuerdo para los socios comunitarios tras la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Pero a Barnier ―hombre recto, gaullista y profundamente europeísta, que podía haberse jubilado tranquilamente con ese recuerdo impreso en la memoria colectiva de Europa― le pudo su ambición y, quién sabe, si un cierto sentido patriótico. Aceptó, quizá de forma imprudente, un encargo endiablado que le hizo Emmanuel Macron el pasado septiembre para intentar coser lo irreconciliable.
Barnier subestimó el odio, la cólera y la sed de venganza acumulados en el Parlamento en los últimos años. Quizá no analizó, como sí hizo durante su última entrevista televisada el martes por la noche, que esos elementos no auguraban nada bueno y llegó sobrado de confianza a Matignon, la sede del Gobierno. Su primera comparecencia, junto a su predecesor, Gabriel Attal, estuvo plagada de momentos que rozaban el vacile al joven ya ex primer ministro: “Seguro que puede enseñarme muchas cosas, aunque solo haya estado ocho meses en el cargo”, le soltó en su discurso de traspaso de papeles mientras Attal sonreía forzadamente.
En la cabeza de Barnier, que no perdía oportunidad de invocar a Charles de Gaulle y “una cierta idea de Francia” (la frase con la que el general comenzaba sus memorias), transcurría una secuencia donde él solo, con su capacidad negociadora a izquierda y derecha, arreglaba el entuerto que el presidente de la República había organizado: no solo disolviendo la Asamblea de forma irreflexiva el pasado junio tras perder las europeas y convocando elecciones generales; sino negándose a permitir a la alianza de izquierdas, vencedora tras dos vueltas, designar a un candidato a primer ministro (el nombre que propusieron era el de la tecnócrata Lucie Castets). No entendió que su final estaba escrito.
Barnier, en realidad, nunca estuvo ahí. Porque a esas alturas, el Gobierno de Francia estaba ya en manos de la ultraderechista Marine Le Pen y su partido, el Reagrupamiento Nacional. La fragmentación en tres grandes bloques de la Asamblea y haber despreciado e ignorado la victoria de la izquierda dejaba cualquiera de sus grandes decisiones en manos de los 143 diputados de la ultraderecha. Por eso, desde el primer minuto se dedicó a cortejar al populismo ultra con una retahíla de concesiones ―desde el nombramiento de un ministro del Interior extremadamente conservador y duro, Bruno Retailleau, a recibir a Le Pen las veces que hiciera falta en Matignon para escuchar sus exigencias o a anunciar una severa ley de inmigración―, que no terminaron hasta la mañana del miércoles, cuando todavía estaba dispuesto a negociar lo que hiciera falta para cerrar los presupuestos y permanecer en el cargo.
El problema es que Barnier no era ya un interlocutor válido para los firmantes de la moción de censura. Ni siquiera era el verdadero objetivo de la ultraderecha y de la izquierda. Durante estos tres meses, el primer ministro ―y los ciudadanos franceses― han vivido una suerte de simulacro de Gobierno, poniendo importantes medidas en marcha y trabajando duramente en un presupuesto que debía recortar 60.000 millones de euros para evitar que el déficit siguiese disparándose. Pero la fecha, y solo ahora se sabe, estaba escrita en el calendario: la primera vez que utilizase el artículo 49.3 de la Constitución para aprobar una medida de calado, sería víctima de una moción de censura. Como suele decirse, la medida activada este miércoles en el Parlamento ha sido una patada a Macron, pero en el trasero de Barnier.