El diseño de políticas públicas en materia de seguridad ha sido un tema crítico en México durante las últimas décadas. La ineficacia en el diseño así como en la implementación de estas políticas, combinadas con la incompetencia gubernamental, la cooptación de las autoridades estatales por el crimen organizado, y altos niveles de corrupción, han contribuido significativamente al incremento de los índices delictivos en el país.
La incompetencia gubernamental se refleja en la falta de una estrategia coherente de largo plazo para combatir la delincuencia. Los cambios de administración suelen ir acompañados de un cambio en las políticas de seguridad, lo que resulta en un enfoque fragmentado y reaccionario que carece de continuidad. Por ejemplo, la transición de la guerra contra los narcotraficantes, iniciada durante la presidencia de Felipe Calderón, a una estrategia más enfocada en la prevención del crimen bajo el mandato de Enrique Peña Nieto, luego a la política de “abrazos, no balazos” propuesta por Andrés Manuel López Obrador, ilustra esta falta de consistencia. Estos cambios abruptos han impedido el desarrollo de políticas efectivas de largo plazo, dejando a las fuerzas de seguridad mal preparadas y a menudo superadas en número y en equipamiento por organizaciones criminales bien financiadas.
La corrupción es otro factor crítico que socava la efectividad de las políticas de seguridad en México. La corrupción en las fuerzas de seguridad y en el sistema de justicia penal no solo facilita la impunidad, sino que también permite que el crimen organizado opere con relativa libertad. Un ejemplo notorio de esto es el caso de Genaro García Luna, ex Secretario de Seguridad Pública, quien fue arrestado en Estados Unidos por presuntos vínculos con el Cártel de Sinaloa. Este caso pone de manifiesto cómo la corrupción puede comprometer incluso a los más altos niveles de gobierno y seguridad.
Además, la cooptación de los gobiernos estatales por parte del crimen organizado ha llevado a un estado de impunidad y a la erosión de la autoridad del Estado. En regiones dominadas por los cárteles, las autoridades locales a menudo se ven obligadas a cooperar con los criminales, ya sea por miedo a represalias o por beneficios económicos. Esto no solo incrementa la violencia en estas áreas, sino que también desafía la soberanía del Estado mexicano sobre su propio territorio. Por ejemplo, en algunas comunidades de Michoacán, los cárteles han asumido roles que tradicionalmente corresponden al Estado, como la provisión de seguridad y servicios básicos, debido a la incapacidad o la renuencia del gobierno para enfrentarlos.
En regiones estratégicas para el tráfico de drogas, como Guerrero y Tamaulipas, el crimen organizado ha establecido un control territorial casi absoluto. En estos lugares, los cárteles no solo se involucran en enfrentamientos armados por el control de las rutas de tráfico, sino que también ejercen una influencia directa sobre las autoridades locales. Hay reportes de alcaldes, así como de otros funcionarios municipales y estatales que han sido obligados a “cooperar” con los cárteles bajo amenaza de violencia contra ellos o sus familias. Esta cooperación va desde la omisión en la aplicación de la ley hasta la facilitación activa de las operaciones criminales.
Para revertir esta tendencia, es crucial que México adopte un enfoque más holístico de largo plazo hacia la seguridad. Esto incluye no solo una mayor inversión en prevención del crimen, sino también esfuerzos serios para combatir la corrupción dentro del sistema de justicia y las fuerzas de seguridad. Asimismo, es vital desarrollar una estrategia de seguridad coherente que trascienda los periodos de gobierno que se enfoque en la construcción de instituciones fuertes y resilientes.
Para enfrentar estos desafíos, México debe comprometerse con una reforma profunda de su enfoque de seguridad, privilegiando la prevención sobre el castigo, fortaleciendo el Estado de derecho y construyendo instituciones confiables. Solo así podrá esperar superar la crisis de seguridad que enfrenta.