El sacerdote Juan Huerta Ibarra huye del juicio en Venezuela por las acusaciones de José Leonardo Araujo, que lo denunció por abusos cuando tenía 13 años: “Después de abusar de mí, se levantaba a rezar como si nada”
Tomado de El País México
Diana López Zuleta
Bogotá – 17 NOV 2023.
Cuánto más pasaba el tiempo, más difícil era atemperar la gran pena que le carcomía. Durante casi veinte años había callado los abusos sexuales que sufrió cuando era niño. Por momentos no lograba hilar sus ideas, sentía como un anzuelo atravesado en la garganta. Decidió estudiar derecho impulsado por la necesidad de justicia. En las clases de derecho penal, José Leonardo Araujo Araque hacía cuentas del plazo que le quedaba para denunciar antes de que el delito prescribiera, y entonces, la voz del profesor se entremezclaba con sus recuerdos perturbadores.
A los 13 años, José Leonardo soñaba ser sacerdote. Estudiaba octavo grado en un colegio regentado por las hermanas dominicas en La Azulita, Venezuela. Un día, viajó a la ciudad de Mérida, a tres horas de su pueblo. Entró en la librería San Pablo y allí conoció a quien después sería su abusador: el sacerdote Juan Arcadio Huerta Ibarra. Orientador y promotor vocacional, lo invitó a la casa de formación. En las primeras ocasiones que se vieron, Huerta fue respetuoso. Corría el 2001.
Huerta Ibarra nació en El Arenal, Estado de Jalisco, México. Aterrizó como sacerdote paulino en Mérida en 1997. Allí fundó la comunidad “Reina de los Apóstoles” y llegó a ser el superior. Presente en 32 países, la Sociedad de San Pablo concentra sus recursos en la edición y publicación de libros y revistas, la evangelización y la formación religiosa. Pese a sus 46 años y su traje clerical, Huerta era un tipo jovial y carismático. José Leonardo todavía conserva una foto impresa que le regaló cuando fue ordenado sacerdote: aparece la madre dándole la bendición y él, con la cabeza inclinada. Él anhelaba con fervor ese logro que hasta entonces le había sido esquivo.
Comenzó a viajar todos los fines de semana a Mérida. De viernes a domingo pernoctaba en la casa de formación, una edificación campestre, con un enorme portal de piedra, muros estucados y tejas españolas de dos aguas. En una habitación con literas dormían otros menores de edad que también querían ser sacerdotes. La primera vez, José Leonardo se alojó en esa habitación, pero pronto las cosas cambiarían. Huerta le daba obsequios: franelas, medallas, libros religiosos, llaveros. En una foto análoga con el típico fondo azul, José Leonardo aparece imberbe, con la mirada triste y una cruz que Huerta le había regalado, colgada en el pecho como insignia de que era “aspirante” a ingresar a la Sociedad de San Pablo. “Me hacía sentir privilegiado, protegido”, recuerda José Leonardo. Se ganó tanta confianza de la familia que le concedían permiso al niño, no solo para viajar a Mérida, sino a misiones religiosas en otras ciudades. “Mis padres nunca se hubiesen imaginado que comenzaba a abusar de mí”, dice.
La primera situación inusual surgió cuando salieron a hacer unas compras. De regreso a casa, mientras Huerta conducía el carro, acercó la mano a la pierna de José Leonardo y le toqueteó la ingle. Él quedó pétreo del susto. Otro día, estaban viendo una película en la televisión con los otros jóvenes y, cuando llegó la hora de dormir, Huerta le ordenó a José Leonardo ir con él a su habitación. Desplegó la cama dúplex con gaveta y José Leonardo se echó boca abajo en la inferior. De repente, Huerta lo jaló por el brazo: “Ven acá, pendejo”. A la fuerza lo besó, tocó sus genitales y se frotó con ellos, y le hizo una felación. José Leonardo quedó paralizado, sin fuerzas, sin voz. Temía huir. “No era capaz de verbalizar la situación con nadie, y menos a mis padres”.
Tras abusar de él, Huerta se dormía y a las cuatro de la mañana ya estaba en pie, tomaba el rosario colgado en la cabecera de la cama, se ponía la estola y se postraba de rodillas. Rezaba tres veces más de lo habitual con una camándula para 15 misterios, en vez de las usuales de cinco, y luego oficiaba la misa. Esa es una de las imágenes más impactantes y contradictorias para José Leonardo. “Después de abusar de mí, se levantaba al otro día a rezar las laudes como si nada”, recuerda. En esa casa de formación, vio al padre Huerta abusar de otros niños. “Le daba besos en los labios, había toqueteos. Sabía que algo no estaba bien, pero no podía precisarlo”, rememora. Debido a su edad, José Leonardo no podía ni siquiera ser candidato a seguimiento vocacional, pues uno de los requisitos mínimos era estar en el último grado de bachillerato. “Era una cosa urdida por él, porque él sabía perfectamente que un joven de 13 años no tenía ninguna opción de ingresar a la comunidad religiosa”, zanja.
Durante un año largo, los abusos sexuales se repitieron todos los fines de semana. José Leonardo se hallaba en una vía sin salida. “Era ver la figura del sacerdote consagrado que ya había venido trabajando una idea en mi mente: que lo que dijera el superior había que cumplirlo, que el que obedece no se equivoca”, concluye. El último abuso se produjo en Semana Santa de 2002, en la sacristía de una iglesia. Habían viajado a Chacantá a una misión religiosa. El episodio de abuso fue interrumpido cuando un trabajador de la iglesia pasó por el lugar y los vio. Entre las actividades de Semana Santa hubo un acto penitencial en el que los fieles se confesaban con Huerta. José Leonardo se sentía desmoralizado, abatido, y decidió confesarse también.
—Por favor, no me hagas más eso —le pidió.
—¿Eso qué? —le preguntó Huerta.
—Eso que me haces en la cama.
—¿Estás arrepentido?
—Sí.
Huerta le ordenó que rezara el acto de contrición y lo absolvió de “sus pecados”. José Leonardo se confesó como si él estuviera cometiendo el delito. Ahí cesaron los abusos. No volvió a pisar aquella casa, pero paradójicamente, sus creencias seguían intactas. “La iglesia era una forma de sublimar el dolor”, dice ahora a sus 35 años. Quiso seguir la vocación de sacerdote, entró en un seminario, pero tiempo después se retiró desencantado y optó por el derecho. Cuando se graduó de abogado, le dieron un reconocimiento. Mientras el público lo aplaudía, él lloraba. Huerta, en cambio, fue enviado en 2002 a Roma. Retornó el año siguiente a Venezuela, pero a Caracas, donde permaneció hasta 2012, cuando fue trasladado a Estados Unidos.
José Leonardo estaba tan deprimido que se levantaba a las cuatro o cinco de la tarde. Prefería dormir para olvidarse del mundo. Prefería dormir para no pensar. En el 2017 comenzó a tener depresiones tan fuertes que intentó suicidarse varias veces. En el proceso psicoterapéutico reveló el abuso que sufrió. “Nunca antes hablé de eso por temor, me daba vergüenza”, dice. Hizo acopio de fuerzas y tomó la decisión que lo cambiaría todo: buscar justicia antes de que el delito prescribiera. “Pero los tiempos psíquicos de la víctima no son iguales a los tiempos cronológicos”, explica José Leonardo, aún bajo medicación y en seguimiento psiquiátrico. “Son violaciones a la dignidad del individuo que dejan heridas muy hondas como para hablar de prescripción”.
Con determinación, confrontó a Huerta en 2018. Buscó su contacto y le escribió por WhatsApp: “Tenemos pendiente una conversación acerca de aquel evento sucedido. Llegó la hora de hablarlo”, le dijo. “Sí, y lo mejor sería frente a frente”, contestó. En los mensajes se puede leer a un Huerta que, si bien no admite directamente el delito, no refuta las afirmaciones de José Leonardo, ni niega los hechos y, por el contrario, manifiesta su deseo de ahorrar dinero para llevarlo ante la virgen de Guadalupe y pedirle perdón. “Nunca fue mi intención hacerte mal (…) Por qué nunca me lo dijiste antes, hubiéramos trabajado eso juntos”, dijo un Huerta cínico, que le pide ayuda para resguardar su investidura sacerdotal y llegar a un acuerdo de reparación. A través de una firma de abogados, acordaron que él lo indemnizaría, pero el sacerdote no cumplió.
En marzo de 2019, José Leonardo lo denunció ante el arzobispo de Mérida. El sacerdote jesuita Arturo Peraza fue designado para adelantar la investigación. José Leonardo dio su testimonio y presentó mensajes de texto, fotos y peritajes psicológicos y psiquiátricos. Declaraciones de otros testigos corroboraron que la víctima sí frecuentó el lugar y que las descripciones correspondían al sitio donde habían ocurrido los hechos. Meses después, en una clara muestra de negligencia, Peraza decidió no abrir un proceso canónico y archivó las “pesquisas”. En un escueto informe concluyó que el denunciante había confundido las fechas, que los testigos —miembros actuales de la congregación— nunca observaron ningún comportamiento inusual por parte de Huerta y que el informe psicológico no era evidencia de los hechos narrados por Araujo sino “evidencia de los daños que ha sufrido”.
Consultado por este periódico, Peraza dijo que no tuvo ninguna intención “de ocultamiento ni interés” y negó que hubiese desestimado alguna prueba. “Pero la ocurrencia de un hecho requiere, además de la palabra del supuesto afectado, otros elementos que muestren su posible ocurrencia”, dijo. El abuso sexual es un delito que sucede generalmente en lugares privados y sin testigos directos, lo que no invalida el testimonio de la víctima. “¿De dónde iba a sacar más pruebas si los abusos se dieron en una habitación?”, se pregunta José Leonardo.
Ese mismo año, formuló una denuncia penal ante la justicia ordinaria y dirigió una carta al Superior en Roma, otra a la Arquidiócesis de Chicago, Estados Unidos, donde vivía Huerta, y una más a México. Al principio no obtuvo respuesta. José Leonardo insistió en que Roma diera una contestación y la Congregación para la Doctrina de la Fe ordenó, entonces, que se abriera una causa disciplinaria en la Arquidiócesis Primada de México, adonde habían trasladado a Huerta.
El delito por el que Huerta es acusado en el ordenamiento penal venezolano se llama “abuso sexual a niños con penetración continuado” y tiene una pena de hasta 17 años de prisión. El Tribunal de Control de Mérida solicitó que el Padre Huerta fuese interrogado y presentado ante las autoridades. José Leonardo envió el documento a la congregación y rogó colaboración para que Huerta fuera enviado a Venezuela. El secretario del Episcopado de México secundó el pedido, pero el provincial lo desestimó y Huerta se mantuvo allí por tres años más, con la complicidad de la iglesia y a sabiendas de que tenía una denuncia penal en Venezuela. La Sociedad de San Pablo, de México, contó a EL PAÍS que, en el desarrollo del proceso canónico, apareció otra víctima que prefirió permanecer en el anonimato “porque ya había construido una vida”.
Con las mismas pruebas que presentó José Leonardo en Venezuela, donde el sacerdote Arturo Peraza desestimó la investigación, el cura Huerta fue hallado culpable en el proceso canónico realizado en México en diciembre de 2021. A pesar de saber que Huerta tenía una causa penal abierta en Venezuela, estuvo en la casa provincial de los paulinos hasta mayo de 2022, cuando finalmente fue expulsado por la Congregación de la Doctrina de la Fe, de Roma. La Sociedad de San Pablo informó a EL PAÍS que no saben del paradero de Huerta. “Solamente se le retiró a Huerta Ibarra su estatus sacerdotal, sin que haya sido entregado a las autoridades judiciales, como lo marcan incluso disposiciones establecidas por el propio papa Francisco”, explicó Cristina Sada Salinas, presidenta de Spes Viva, asociación mexicana que apoyó a José Leonardo en la denuncia.
José Leonardo ha contactado con otras víctimas. Antes de ser enviado a Venezuela, en 1996 el cura ya había abusado de otro joven en México. Trasladar de ciudad a los sacerdotes que cometían abusos sexuales se instituyó como una práctica aceptada. “Era una cura geográfica del mal”, dice José Leonardo, hoy agnóstico.
El Tribunal de Control del Estado de Mérida dictó orden de captura internacional contra Huerta Ibarra y la Interpol emitió una ficha roja, lo que significa que está siendo buscado en 195 países. La última vez que le vieron fue hace unos meses en la Basílica de Guadalupe, en México. Huerta, hoy de 68 años, lucía barba y gafas negras.
Días atrás, José Leonardo protestó en Roma para exigir tolerancia cero al abuso clerical, una iniciativa liderada por la organización Ending Clergy Abuse (ECA), una red global de sobrevivientes de abuso, activistas y defensores de derechos humanos. A ECA le preocupa que Huerta haya escapado a Estados Unidos, dado que Venezuela no tiene tratado de extradición con ese país. La organización le ha exigido al Estado Vaticano rendición de cuentas ante la justicia internacional. “Existe un encubrimiento sistemático por parte del Estado Vaticano a través de prácticas dilatorias como trasladar a los sacerdotes que han hecho algún acto de abuso a otros países para que no puedan ser judicializados”, dice Adalberto Méndez, abogado del consejo directivo de ECA. “Buscan judicializar bajo el derecho canónico y no bajo el doméstico, y evidentemente las sanciones no son privativas de la libertad ni resarcitorias del daño, sino únicamente de carácter espiritual”.
Ante el dicasterio (tribunal de justicia) de Roma, José Leonardo presentó una denuncia en contra de los superiores sacerdotes que encubrieron a Huerta, hicieron que se dilatara el proceso y contribuyeron a que hoy esté prófugo. Hasta ahora no ha habido ninguna respuesta. La iglesia aún no le ha pedido perdón.
“Para acabar con esto, la iglesia tiene que acabar con la idealización del sacerdote, el Alter Christus. Si se sigue ensalzando la figura del sacerdote, los abusos se van a seguir dando porque son, en esencia, abusos de poder”. Mientras apresan a Huerta, José Leonardo interpondrá una demanda civil a la iglesia. Será la primera vez que encaren en Venezuela un asunto como ese. Él solo quiere sanar y que se haga justicia. “Una cosa es rezar y otra muy distinta es enfrentarse a la iglesia”, dice.